Es curioso cómo a menudo uno se descubre protestando por casi cualquier cosa.
Siempre encuentras motivos para sacar punta a la realidad. Siempre hay
fisuras, problemas, la realidad es incompleta y se pueden hallar, en los
otros, aristas inconvenientes. Y ante ello, se impone protestar,
porque si no, te pisan, te ningunean, o te tienes que comer los
marrones de otros. Y así, se van sumando voces al coro de lamentos. Todos podemos protestar, unos de otros.
Se queja el estudiante de los profesores, estos de los compañeros,
todos de la dirección. Los hijos protestan por los padres, y estos se
lamentan de lo ingobernables que se han vuelto sus críos. Se quejan los
creyentes de la sociedad secularizada que ataca y critica. Los no
creyentes de la Iglesia que se quiere imponer. Se quejan los cristianos
de a pie de los obispos. Estos, del mundo. Se quejan los trabajadores de
los jefes, y estos de aquellos. Se queja la ciudadanía de los
políticos, y estos, unos de otros, y todos de «la coyuntura». Hay tantos
motivos para protestar, que parecería hasta insolidario no hacerlo,
¿Verdad?.
Precisamente por esa abundancia de motivos para la queja es importante mantener la perspectiva. Porque si
uno protesta por todo, y en cualquier momento, tal vez se esté quitando
lo único que les queda a las verdaderas víctimas de nuestro mundo: la
voz.
Está claro que el cristiano habrá de ser crítico, profético, idealista y
añorar un mundo mejor… pero parte de esa mirada crítica pasa por
distinguir bien los verdaderos motivos para la exigencia, de esos otros
motivos pueriles y a veces egoístas.
Te pido, Señor, que me enseñes a no protestar por bobadas. A alzar la voz por aquello que merece la pena. Y a ser crítico, no desde el resentimiento o la furia, sino desde la ternura y la compasión.
¿Hay en mi entorno motivos para quejarme?
¿Hay veces que protesto por tonterías?
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